jueves, 19 de julio de 2012

LA FIESTA DE LAS VIRTUDES


                                  LA  FIESTA  DE  LAS  VIRTUDES


            El Cielo estaba de fiesta.
Los Querubines afinaban sus arpas, los Serafines hacían sonar sus trompetas, flautas y violines ensayando variados acordes y hermosas melodías. Los Coros Angélicos entonaban bellísimas canciones y sus voces dulces y argentinas colmaban los amplios espacios celestiales. Los Angeles y Arcángeles limpiaban y pulían dejando relucientes sus espadas y armaduras, bajo la severa y escrutadora mirada del Arcángel San Miguel, Jefe de la Guardia Celestial Imperial. Decenas de angelitos pululaban por los celestiales pasillos, saltando de nube en nube, yendo y viniendo con sillas, mesas, manteles, bandejas, copas, etc.
El alboroto era gigantesco y todo el mundo se movía apresurado, ultimando detalles de la Gran Fiesta programada desde hacía miles de años atrás, literalmente al comienzo de los tiempos.
            San Pedro personalmente supervisaba todos los detalles, revisando el decorado de los amplios salones construidos sobre hermosísimas nubes doradas, probando los exquisitos manjares que se preparaban en las grandes y azules nubes - cocina, catando los finos néctares y deliciosos jugos a servir (El vino y el licor están absolutamente proscritos en los Cielos). Asimismo comprobaba la correcta instalación de los cientos de soles y estrellitas que iluminaban con bellísimos colores iridiscentes los monumentales aposentos, listos ya para la recepción de los cientos de especiales invitados a la Gran Fiesta de las Virtudes.
            Un gigantesco banquete esperaba sobre una gran nube púrpura, especialmente acondicionada para esta tan magna ocasión. Cientos de luceros colgaban delicadamente de lo alto, haciendo resplandecer con bellísimas tonalidades las finas copas de cristal celeste y las áureas bandejas de artísticos diseños. La exótica vajilla de finísima porcelana y el servicio de un raro platino dorado combinaban armoniosamente distribuidos sobre un delicado mantel, hecho de hilos de nube nueva tornasolada. Éste cubría completamente la enorme mesa de mármol rosado con diamantinas incrustaciones que lanzaban miríadas de brillantes reflejos de hermosa luz celestial. Fabulosas sillas tapizadas con finísimas telas confeccionadas de nubes de atardeceres anaranjados, esperaban silenciosas y mullidas a sus próximos ocupantes.
            El mismo Padre Eterno había dado a conocer personalmente su Divino Deseo de celebrar en forma apoteósica, digna de toda una eternidad, el transcendental hecho, esperado con ansias por toda la Corte Celestial desde la Creación del Hombre, consistente en la aparición, por fin, de todas las Virtudes sobre la Tierra.
El Padre Eterno había enviado al sacrificio en la Tierra a su propio Hijo, a fin de hacer realidad alguna vez este hecho. El momento largamente esperado durante milenios había llegado por fin y no se escatimaban esfuerzos ni gastos para celebrarlo.
            La Virgen María en persona, rodeada por sus angélicos escoltas, recibiría a cada una de las Virtudes que empezarían a entrar al Cielo en cualquier instante.
Las ciclópeas puertas de oro macizo con maravillosas inscrustaciones de diamantes y piedras preciosas, abiertas de par en par esperaban a sus ilustrísimas invitadas. Cientos de angélicos huéspedes curiosos se apiñaban a la entrada, mientras frenéticos Arcángeles de la Guardia Celestial intentaban inútilmente imponer algo de orden, pues la batahola por ser los primeros en ver y saludar a las esperadas Virtudes era verdaderamente muy poco celestial.
Sobrevolando los Cielos alrededor de la zona del banquete, cientos de angélicos jinetes cabalgando en briosos y hermosos pegasos blancos ricamente enjaezados, que lucían sus níveas y largas crines que casi alcanzaban a rozar sus cascos, custodiaban celosamente el celeste espacio aéreo circundante.
            La primera virtud en aparecer fue naturalmente la Puntualidad, recibida con vítores por la multitud. Con paso rápido y vivo atravesó presurosamente el pórtico de entrada, yéndose a instalar en su lugar ya preparado en la gigantesca mesa del banquete.
            Tras ella hizo su aparición la Castidad, muy recatada y modesta, cubierta su cabeza y hermosa cabellera por un amplio y sutil velo que apenas dejaba adivinar sus puras y virginales facciones. Sin siquiera levantar la vista, sonriendo y evitando pudorosamente las demostraciones demasiado efusivas de sus numerosos admiradores, suavemente caminó hasta ocupar su consabido lugar en la mesa principal.
            La Paciencia, con su calma y tranquilidad habituales, atravesó lentamente el gigantesco pórtico de entrada, entre las decenas de curiosos que estorbaban su paso, impidiéndole avanzar con facilidad. Pero sin dejar de saludar y sonreir amablemente a todos, pasó a ocupar su lugar de privilegio.
Consultando al mismo San Miguel Arcángel, sobre si éste era el día, la hora y el lugar señalado en la brillante y luminosa celestial tarjeta de invitación que traía en su mano, hizo su entrada la Prudencia. Caminando con serena atención avanzó cuidadosamente entre la multitud que la aclamaba hasta su sitial ya determinado en el Salón del banquete.
            Conducida de la mano del Arcángel  Rafael, pues la venda sobre sus ojos le impedía caminar con seguridad, apareció la Justicia. Muy seria y grave escuchó los aplausos de la multitud y con gran dignidad caminó hasta su lugar ya reservado.
La Templanza, seria, delgada y enjuta, insistió en sentarse en un extremo de la mesa del banquete, lejos de los suculentos y tentadores manjares y bocadillos dispuestos, pues tampoco en esta especial ocasión iba ella a permitir tentaciones y deslices gastronómicos que la apartasen de su tradicional frugalidad y austeridad.
            Con mucho desplante y determinación hizo su aparición la Fortaleza que, muy confiada y segura de sí misma, avanzó con presteza y resolución a ocupar su lugar, apartando con una energía poco celestial a los numerosos curiosos que estorbaban su rápido paso.
            Con la mirada baja y una plegaria en sus labios, avanzó, entre la multitud de curiosos, la Piedad, y con devota y piadosa actitud ocupó su sitial ya determinado.
            Grandes vítores, aplausos y aclamaciones se escucharon de pronto por doquier y simultáneamente la Guardia Angelical tocó una vibrante diana. Todo el mundo corrió a las Puertas del Cielo. Majestuosa, digna y con porte de emperatriz, hizo su aparición con aire triunfal la Fe. Precedida por el Arcángel Gabriel, agradeció sonriendo las manifestaciones de saludo y afecto de la enfervorizada multitud y con paso imperial atravesó el pórtico celestial hasta su lugar ubicado en la misma cabecera de la mesa del banquete.
            Con una dulce mirada en sus ojos verdemarinos y una suave sonrisa, saludó a todos los presentes mientras ocupaba su lugar, la Esperanza. Se veía tranquila, relajada, confiada y serena, muy dueña de sí misma y alegre.  
            Se produjo repentinamente un gran alboroto y algazara y todos corrieron a saludar y a abrazar a la recién llegada. Ésta, con gran mansedumbre y amor, estrechaba todas las manos y acariciaba las cabecitas de los muchos querubines que luchaban por ponerse a su lado. Todos querían saludarla y estar junto a Ella. El mismo San Pedro tuvo que venir a rescatar a la Caridad de la efusividad de sus fervientes admiradores y, protegido por la guardia angélica, conducirla hasta un lugar de privilegio, a la derecha del sitial del Señor Jesús.      
             Y así una a una fueron llegando las Virtudes, ocupando sus puestos reservados de antemano, sabiamente dispuestos a lo largo de la enorme mesa principal, en cuya testera se hallaba dispuesto el Trono del Eterno, resplandeciente y majestuoso, a la espera de ser ocupado por el Padre quien daría inicio a la anhelada Fiesta una vez presentes todas las invitadas.
             LLegaba la hora de iniciar los festejos y todo el mundo ocupaba ya su lugar. El Señor Jesús, acompañado de su Santa Madre, se encontraba ya sentado a la diestra del gran trono del Padre Eterno. Los luceros, soles y estrellitas refulgían en los altísimos techos inundando los inmensos salones con luces maravillosamente celestiales.
 La orquesta ensayaba todavía algunos acordes haciendo sus últimos preparativos junto a los coros angélicos para iniciar los primeros compases y melodías. Los ángeles distribuían las últimas bandejas, llenaban las últimas y tintineantes copas cantarinas y acomodaban las últimas sillas en las enormes mesas del salón principal del Cielo .
            Las Virtudes en animada conversación esperaban muy entretenidas la entrada del Padre Eterno para comenzar oficialmente la Gran Fiesta, pues la esperada y anunciada hora de inicio se había ya cumplido. Todos los comensales alegres y contentos reían y charlaban, algunos con cierta impaciencia.
Y pasaban los minutos y el Padre Eterno no hacía aún su esperada aparición. San Pedro había ya despachado la escolta angélica de Honor, liderada por los Arcángeles Jefes Rafael, Gabriel y Miguel, en busca de Dios Padre...,pero había transcurrido más de una hora y media ya...
La Puntualidad hacía ciertos mohines de santa y virtuosa impaciencia; la Fe, conservando su porte y dignidad de Reina, hacía grandes esfuerzos por disimular su nerviosismo y molestia. La Esperanza esperaba tranquila, segura y confiada como siempre. La Caridad, amorosa y alegre, intentaba vanamente de entretener a los asistentes y hacer más corta la ya dilatada espera. La Templanza, desde el principio inquieta por el enorme atentado a su frugalidad que representaba la abundante cena dispuesta, no ocultaba una cierta satisfacción por esta demora de iniciar un banquete tan opíparo y pantagruélico y que, a duras penas, iba a aceptar su virtuoso sistema digestivo. La Justicia comprobaba y ajustaba su balanza, pues estimaba que no podía quedar sin sanción el responsable de esta inaceptable e insólita tardanza. La Fortaleza, tras su rostro serio y enérgico ocultaba su malestar y ansiedad. La Castidad mantenía su virginal compostura y ni un solo pliegue de su velo revelaba alteración alguna. La Prudencia chequeaba por enésima vez su resplandeciente tarjeta de invitación, comprobando una y otra vez día y lugar, pero sobretodo la hora. 
            Sólo la Paciencia parecía ser la única Virtud que se encontraba realmente a gusto en este ambiente de nerviosismo e inquietud; sonreía relajada y serena derramando calma y tranquilidad entre todos sus cercanos.
            Los hermosos querubines de librea permanecían rígidamente de pie, junto a las mesas, esperando atender a los importantes comensales, sin que un sólo músculo de su rostro reflejara la más mínima impaciencia o angélico nerviosismo.
             ¿Qué pasaba, qué sucedía? ¿Qué causaba esta celestial demora jamás vista en una Fiesta programada antes en el Cielo desde toda la Eternidad, sobre todo en esta ocasión, en la que personalmente había participado el propio Padre Eterno en su organización y programación?.
 El nerviosismo y la preocupación aumentaban minuto a minuto creando una atmósfera saturada de celestial impaciencia y angélica inquietud.
             De pronto entró rápida y nerviosamente al salón el Arcángel Miguel y acercándose presuroso a San Pedro le susurró algo al oído. San Pedro, visiblemente inquieto y consternado, levanta la vista y recorre con ella el amplísimo salón. Muy angustiado se acerca al Señor Jesús e intercambia con El unas rápidas y nerviosas palabras.
             La terrible noticia corre como reguero de pólvora.
 ¡No estaban todas las Virtudes!.¡Parecía increíble, pero faltaba Una!. ¡Imposible iniciar la Gran Fiesta sin ella!
¿Quién era, dónde estaba? ¿Por qué no había llegado aún?.
Todo el mundo hablaba y opinaba presa de gran agitación y nerviosismo. La Gran Fiesta Celestial no podía comenzar por ningún motivo hasta que llegase la Virtud ausente.
Los Arcángeles jefes Rafael, Gabriel y Miguel daban órdenes y contraórdenes en medio de un gran alboroto y confusión. Había que emplear, a como diera lugar, todos los medios y recursos celestiales y divinos para ubicar a la Virtud faltante y hacerla llegar al Gran Banquete.
            Miles y miles de ángeles y arcángeles se lanzaron a la Tierra y otros tantos cubrieron los Cielos en frenética búsqueda. En la Mansión Celeste la Virgen María revisaba una y otra vez el listado de las Virtudes y de sus respectivas invitaciones preparado por el mismo Padre Eterno: ¡No había ninguna duda! ¡Faltaba una Virtud!. Pero ¿Cuál era? ¿Dónde se encontraría? ¿Por qué no había llegado aún?.
            Y pasó un primer día de agitada y nerviosa búsqueda. Nadie en los amplios Cielos durmió aquella noche ni tampoco la siguiente. Rostros demudados y afiebrados veíanse pasar una y otra vez, rumbo a la Tierra y de regreso, y deambulando por los amplios salones, ahora tristes, oscuros y solitarios. El desastre era mayúsculo. La mirada opaca y perdida era la expresión clara del fracaso y angustia de las huestes angélicas en la ya desesperada búsqueda sin resultado alguno. 
             En este desastroso y caótico escenario la Fe intentaba mantener la calma en los Cielos, manifestando una gran seguridad en el éxito de las frenéticas diligencias e incansables esfuerzos para encontrar a esa misteriosa y desconocida Virtud faltante. La Paciencia le colaboraba con su mansedumbre y calma habituales para contener el llanto y desesperación de las legiones celestiales muy fatigadas y profundamente desanimadas. Junto a ellas la Esperanza valientemente pretendía mantener viva la necesidad de continuar sin tregua la búsqueda, pese a los fracasos y a lo infructuoso del trabajo desarrollado hasta ese instante, confiando ciegamente en el éxito futuro de tanto esfuerzo y fatiga.  La Fortaleza infundía a todos sin excepción la máxima fuerza y energía posibles, a fin de continuar sin desmayos  con la urgente tarea de encontrar a la Virtud perdida.
La Justicia, por su parte, garantizaba, a quien deseaba escucharla, la seguridad de que el responsable de este terrible episodio, inédito en la eternidad de los Cielos, pagaría caro su falta de previsión y eficacia. La Puntualidad, profundamente alterada, yacía conmocionada en un rincón mordiéndose nerviosamente sus virtuosas uñas con el rostro demudado, visiblemente consternada por una demora de esta naturaleza tan prolongada como inexplicable e injustificada. La Caridad derramaba su amoroso bálsamo al corazón de todos para infundirles nuevos y renovados bríos para no cejar en la ya desesperada búsqueda.
En medio de toda esta desesperación y angustia, sólo la Templanza se veía entera y controlada, pero era por la íntima y secreta satisfacción que le producía la posibilidad, cada vez más cierta, de la suspensión indefinida de un banquete que  ella no estaba en condición alguna de digerir ni siquiera anímicamente.
La Prudencia, a su vez, revisaba una y otra vez la lista de Virtudes invitadas y asistentes intentando descubrir el fallo, algún error, pues quería asegurarse completamente de la ausencia detectada antes de caer también en la locura y desesperación colectivas de una búsqueda tal vez sin posibilidad alguna de éxito.
La Castidad, a través de su velo, ahora ajado, arrugado y descuidadamente entreabierto y que dejaba ver algo de su ahora desordenada cabellera, mostrábase sumamente cansada y desanimada.
             Al tercer día de vanos e inútiles intentos, las cohortes angélicas se hallaban francamente agotadas y descorazonadas. Sin comer ni dormir habían recorrido todos los lugares posibles en los Cielos y la Tierra sin resultado alguno. Habían visitado y registrado cientos y miles de monasterios, abadías y conventos . Se había consultado en todas las catedrales, iglesias y capillas existentes sobre la Tierra. En los asilos, orfanatos, hospicios, hospitales, etc. la búsqueda había resultado también totalmente infructuosa, a pesar de haber sido hecha con acuciosidad y devoción verdaderamente celestiales.
            San Pedro sumamente acongojado confidenciaba con la Madre de Jesús,  cuyo virginal rostro también demostraba una enorme fatiga,  angustia y  desvelo, pese a los intensos y permanentes cuidados que le prodigaba personalmente el Arcángel San Gabriel, atento a la más leve señal de desvanecimiento o desmayo. Los Arcángeles Jefes veíanse desanimados y vencidos. Algunos ángeles deambulaban a su alrededor silenciosos y abatidos esperando nuevas, pero tal vez también vanas e inútiles instrucciones. Para colmo comenzó a correr el inquietante y desmoralizante rumor de que el Arcángel San Miguel, Comandante en Jefe de las Huestes Celestiales, en una de sus habituales rondas, creyó observar  una fugaz sombra de preocupación en el inescrutable rostro del Padre Eterno.
            Se filtró incluso que un pequeño querubín habría escuchado un ahogado sollozo al pasar cerca de los aposentos de la Virgen María.
De pronto a las Puertas Celestiales llega un desconocido mensajero que sobrevolando raudo los ahora tristes y vacíos salones y oscuros aposentos, ansioso y tartamudeante revela a San Pedro que un desorientado querubín, que deambulaba extraviado en un lejano y olvidado rincón del Planeta, creía haber encontrado quizás a la misteriosa y enigmática Virtud perdida.
              Rápidamente San Pedro se lanza a la Tierra una vez más, ilusionado por esta tenue y débil pista que alimentó su moribunda esperanza, pues ya nada más se podía perder. Guiado por el angelito que muy nervioso y excitado no podía bien explicar su hallazgo, se dejó arrastrar hasta los confines mismos de la Tierra.
Allí, desde lo alto, le mostró algo muy lejos, allá abajo. Un cuerpo envuelto en harapos oculto en un zaguán húmedo y oscuro, yacía inmóvil con la cabeza cubierta, aparentemente dormido.
Parecía un pordiosero andrajoso y abandonado. Decenas de ángeles y arcángeles junto a San Pedro se agolparon a su alrededor, mientras éste intentaba descubrir el rostro oculto.
            Decenas de preguntas se agolpaban en todos los labios, pugnando por brotar loca y desordenadamente:
 ¿Quién era este pobre ser que vivía en forma tan miserable y que se encontraba tan desamparado?  ¿Podría ser  la buscada Virtud faltante? ¿Pero cómo podría ser eso posible? ¿Quién era en verdad  este mendigo harapiento, tal vez enfermo y abandonado?.
Un grito de júbilo y alborozo brotó al instante de todas las gargantas al retirar San Pedro el ajado velo y observar el hermoso rostro al descubierto, de dulces y bellísimas facciones, cuya mirada diáfana, tierna y bondadosa iluminó a todos los presentes.
El grito de alegría y total regocijo lo repitieron al unísono los miles y miles de angélicos seres que poblaban en ese instante los espacios siderales, atravesó el Planeta entero y alcanzó los Cielos hasta el mismo trono del Eterno :
¡¡Era en verdad la desconocida Virtud perdida!! ¡Era la misteriosa Virtud ausente! ¡Era efectivamente la Virtud que faltaba, encontrada por fin luego de tanta angustia, desvelo y desesperación!.

¡¡ Era la Humildad quien, no considerándose a sí misma una  virtud, no se había atrevido a asistir a la Gran Fiesta !!.


                                                                                               Un hombre de la calle


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