El Cielo estaba de fiesta.
Los Querubines afinaban sus arpas, los Serafines hacían sonar sus
trompetas, flautas y violines ensayando variados acordes y hermosas melodías.
Los Coros Angélicos entonaban bellísimas canciones y sus voces dulces y
argentinas colmaban los amplios espacios celestiales. Los Angeles y Arcángeles
limpiaban y pulían dejando relucientes sus espadas y armaduras, bajo la severa
y escrutadora mirada del Arcángel San Miguel, Jefe de la Guardia Celestial
Imperial. Decenas de angelitos pululaban por los celestiales pasillos, saltando
de nube en nube, yendo y viniendo con sillas, mesas, manteles, bandejas, copas,
etc.
El alboroto era gigantesco y todo el mundo se movía apresurado,
ultimando detalles de la
Gran Fiesta programada desde hacía miles de años atrás,
literalmente al comienzo de los tiempos.
San Pedro personalmente supervisaba
todos los detalles, revisando el decorado de los amplios salones construidos
sobre hermosísimas nubes doradas, probando los exquisitos manjares que se
preparaban en las grandes y azules nubes - cocina, catando los finos néctares y
deliciosos jugos a servir (El vino y el licor están absolutamente proscritos en
los Cielos). Asimismo comprobaba la correcta instalación de los cientos de
soles y estrellitas que iluminaban con bellísimos colores iridiscentes los
monumentales aposentos, listos ya para la recepción de los cientos de
especiales invitados a la
Gran Fiesta de las Virtudes.
Un
gigantesco banquete esperaba sobre una gran nube púrpura, especialmente
acondicionada para esta tan magna ocasión. Cientos de luceros colgaban
delicadamente de lo alto, haciendo resplandecer con bellísimas tonalidades las
finas copas de cristal celeste y las áureas bandejas de artísticos diseños. La
exótica vajilla de finísima porcelana y el servicio de un raro platino dorado
combinaban armoniosamente distribuidos sobre un delicado mantel, hecho de hilos
de nube nueva tornasolada. Éste cubría completamente la enorme mesa de mármol
rosado con diamantinas incrustaciones que lanzaban miríadas de brillantes
reflejos de hermosa luz celestial. Fabulosas sillas tapizadas con finísimas
telas confeccionadas de nubes de atardeceres anaranjados, esperaban silenciosas
y mullidas a sus próximos ocupantes.
El
mismo Padre Eterno había dado a conocer personalmente su Divino Deseo de
celebrar en forma apoteósica, digna de toda una eternidad, el transcendental
hecho, esperado con ansias por toda la Corte Celestial
desde la Creación
del Hombre, consistente en la aparición, por fin, de todas las Virtudes sobre la Tierra.
El Padre Eterno había enviado al sacrificio en la Tierra a su propio Hijo, a
fin de hacer realidad alguna vez este hecho. El momento largamente esperado
durante milenios había llegado por fin y no se escatimaban esfuerzos ni gastos
para celebrarlo.
Las ciclópeas puertas de oro macizo con maravillosas inscrustaciones de
diamantes y piedras preciosas, abiertas de par en par esperaban a sus
ilustrísimas invitadas. Cientos de angélicos huéspedes curiosos se apiñaban a
la entrada, mientras frenéticos Arcángeles de la Guardia Celestial
intentaban inútilmente imponer algo de orden, pues la batahola por ser los
primeros en ver y saludar a las esperadas Virtudes era verdaderamente muy poco
celestial.
Sobrevolando los Cielos alrededor de la zona del banquete, cientos de
angélicos jinetes cabalgando en briosos y hermosos pegasos blancos ricamente
enjaezados, que lucían sus níveas y largas crines que casi alcanzaban a rozar
sus cascos, custodiaban celosamente el celeste espacio aéreo circundante.
La primera virtud en aparecer fue
naturalmente la
Puntualidad , recibida con vítores por la multitud. Con paso
rápido y vivo atravesó presurosamente el pórtico de entrada, yéndose a instalar
en su lugar ya preparado en la gigantesca mesa del banquete.
Tras
ella hizo su aparición la
Castidad , muy recatada y modesta, cubierta su cabeza y
hermosa cabellera por un amplio y sutil velo que apenas dejaba adivinar sus
puras y virginales facciones. Sin siquiera levantar la vista, sonriendo y
evitando pudorosamente las demostraciones demasiado efusivas de sus numerosos
admiradores, suavemente caminó hasta ocupar su consabido lugar en la mesa
principal.
Consultando al mismo San Miguel Arcángel, sobre si éste era el día, la
hora y el lugar señalado en la brillante y luminosa celestial tarjeta de
invitación que traía en su mano, hizo su entrada la Prudencia. Caminando
con serena atención avanzó cuidadosamente entre la multitud que la aclamaba
hasta su sitial ya determinado en el Salón del banquete.
Conducida de la mano del Arcángel Rafael, pues la venda sobre sus ojos le
impedía caminar con seguridad, apareció la Justicia. Muy seria
y grave escuchó los aplausos de la multitud y con gran dignidad caminó hasta su
lugar ya reservado.
Con mucho desplante y determinación
hizo su aparición la
Fortaleza que, muy confiada y segura de sí misma, avanzó con
presteza y resolución a ocupar su lugar, apartando con una energía poco
celestial a los numerosos curiosos que estorbaban su rápido paso.
Con
la mirada baja y una plegaria en sus labios, avanzó, entre la multitud de
curiosos, la Piedad ,
y con devota y piadosa actitud ocupó su sitial ya determinado.
Grandes
vítores, aplausos y aclamaciones se escucharon de pronto por doquier y
simultáneamente la
Guardia Angelical tocó una vibrante diana. Todo el mundo
corrió a las Puertas del Cielo. Majestuosa, digna y con porte de emperatriz,
hizo su aparición con aire triunfal la Fe. Precedida por el Arcángel Gabriel, agradeció
sonriendo las manifestaciones de saludo y afecto de la enfervorizada multitud y
con paso imperial atravesó el pórtico celestial hasta su lugar ubicado en la
misma cabecera de la mesa del banquete.
Con
una dulce mirada en sus ojos verdemarinos y una suave sonrisa, saludó a todos
los presentes mientras ocupaba su lugar, la Esperanza. Se veía
tranquila, relajada, confiada y serena, muy dueña de sí misma y alegre.
Se
produjo repentinamente un gran alboroto y algazara y todos corrieron a saludar
y a abrazar a la recién llegada. Ésta, con gran mansedumbre y amor, estrechaba
todas las manos y acariciaba las cabecitas de los muchos querubines que
luchaban por ponerse a su lado. Todos querían saludarla y estar junto a Ella.
El mismo San Pedro tuvo que venir a rescatar a la Caridad de la efusividad
de sus fervientes admiradores y, protegido por la guardia angélica, conducirla
hasta un lugar de privilegio, a la derecha del sitial del Señor Jesús.
Y así una a una fueron llegando las Virtudes,
ocupando sus puestos reservados de antemano, sabiamente dispuestos a lo largo
de la enorme mesa principal, en cuya testera se hallaba dispuesto el Trono del
Eterno, resplandeciente y majestuoso, a la espera de ser ocupado por el Padre
quien daría inicio a la anhelada Fiesta una vez presentes todas las invitadas.
LLegaba la hora de iniciar los festejos y todo
el mundo ocupaba ya su lugar. El Señor Jesús, acompañado de su Santa Madre, se
encontraba ya sentado a la diestra del gran trono del Padre Eterno. Los
luceros, soles y estrellitas refulgían en los altísimos techos inundando los
inmensos salones con luces maravillosamente celestiales.
La orquesta ensayaba todavía
algunos acordes haciendo sus últimos preparativos junto a los coros angélicos
para iniciar los primeros compases y melodías. Los ángeles distribuían las
últimas bandejas, llenaban las últimas y tintineantes copas cantarinas y
acomodaban las últimas sillas en las enormes mesas del salón principal del Cielo
.
Las Virtudes en animada conversación
esperaban muy entretenidas la entrada del Padre Eterno para comenzar
oficialmente la Gran
Fiesta , pues la esperada y anunciada hora de inicio se había
ya cumplido. Todos los comensales alegres y contentos reían y charlaban,
algunos con cierta impaciencia.
Y pasaban los minutos y el Padre Eterno no hacía aún su esperada
aparición. San Pedro había ya despachado la escolta angélica de Honor, liderada
por los Arcángeles Jefes Rafael, Gabriel y Miguel, en busca de Dios Padre...,pero
había transcurrido más de una hora y media ya...
Sólo
la Paciencia
parecía ser la única Virtud que se encontraba realmente a gusto en este
ambiente de nerviosismo e inquietud; sonreía relajada y serena derramando calma
y tranquilidad entre todos sus cercanos.
Los
hermosos querubines de librea permanecían rígidamente de pie, junto a las
mesas, esperando atender a los importantes comensales, sin que un sólo músculo
de su rostro reflejara la más mínima impaciencia o angélico nerviosismo.
¿Qué pasaba, qué sucedía? ¿Qué causaba esta
celestial demora jamás vista en una Fiesta programada antes en el Cielo desde
toda la Eternidad ,
sobre todo en esta ocasión, en la que personalmente había participado el propio
Padre Eterno en su organización y programación?.
El nerviosismo y la preocupación
aumentaban minuto a minuto creando una atmósfera saturada de celestial impaciencia
y angélica inquietud.
De pronto entró rápida y nerviosamente al
salón el Arcángel Miguel y acercándose presuroso a San Pedro le susurró algo al
oído. San Pedro, visiblemente inquieto y consternado, levanta la vista y
recorre con ella el amplísimo salón. Muy angustiado se acerca al Señor Jesús e
intercambia con El unas rápidas y nerviosas palabras.
La terrible noticia corre como reguero de
pólvora.
¡No estaban todas las Virtudes!.¡Parecía
increíble, pero faltaba Una!. ¡Imposible iniciar la Gran Fiesta sin ella!
¿Quién era, dónde estaba? ¿Por qué no había llegado aún?.
Todo el mundo hablaba y opinaba presa de gran agitación y nerviosismo. La Gran Fiesta Celestial
no podía comenzar por ningún motivo hasta que llegase la Virtud ausente.
Los Arcángeles
jefes Rafael, Gabriel y Miguel daban órdenes y contraórdenes en medio de un
gran alboroto y confusión. Había que emplear, a como diera lugar, todos los
medios y recursos celestiales y divinos para ubicar a la Virtud faltante y hacerla
llegar al Gran Banquete.
Miles
y miles de ángeles y arcángeles se lanzaron a la Tierra y otros tantos
cubrieron los Cielos en frenética búsqueda. En la Mansión Celeste la Virgen María revisaba
una y otra vez el listado de las Virtudes y de sus respectivas invitaciones
preparado por el mismo Padre Eterno: ¡No había ninguna duda! ¡Faltaba una
Virtud!. Pero ¿Cuál era? ¿Dónde se encontraría? ¿Por qué no había llegado aún?.
Y
pasó un primer día de agitada y nerviosa búsqueda. Nadie en los amplios Cielos
durmió aquella noche ni tampoco la siguiente. Rostros demudados y afiebrados
veíanse pasar una y otra vez, rumbo a la Tierra y de regreso, y deambulando por los
amplios salones, ahora tristes, oscuros y solitarios. El desastre era
mayúsculo. La mirada opaca y perdida era la expresión clara del fracaso y
angustia de las huestes angélicas en la ya desesperada búsqueda sin resultado
alguno.
En este desastroso y caótico escenario la Fe intentaba mantener la calma
en los Cielos, manifestando una gran seguridad en el éxito de las frenéticas
diligencias e incansables esfuerzos para encontrar a esa misteriosa y
desconocida Virtud faltante. La
Paciencia le colaboraba con su mansedumbre y calma habituales
para contener el llanto y desesperación de las legiones celestiales muy
fatigadas y profundamente desanimadas. Junto a ellas la Esperanza valientemente
pretendía mantener viva la necesidad de continuar sin tregua la búsqueda, pese
a los fracasos y a lo infructuoso del trabajo desarrollado hasta ese instante,
confiando ciegamente en el éxito futuro de tanto esfuerzo y fatiga. La Fortaleza infundía a todos sin excepción la
máxima fuerza y energía posibles, a fin de continuar sin desmayos con la urgente tarea de encontrar a la Virtud perdida.
En medio de toda esta desesperación y angustia, sólo la Templanza se veía entera
y controlada, pero era por la íntima y secreta satisfacción que le producía la
posibilidad, cada vez más cierta, de la suspensión indefinida de un banquete
que ella no estaba en condición alguna
de digerir ni siquiera anímicamente.
Al tercer día de vanos e inútiles intentos,
las cohortes angélicas se hallaban francamente agotadas y descorazonadas. Sin comer
ni dormir habían recorrido todos los lugares posibles en los Cielos y la Tierra sin resultado
alguno. Habían visitado y registrado cientos y miles de monasterios, abadías y
conventos . Se había consultado en todas las catedrales, iglesias y capillas existentes
sobre la Tierra. En
los asilos, orfanatos, hospicios, hospitales, etc. la búsqueda había resultado
también totalmente infructuosa, a pesar de haber sido hecha con acuciosidad y
devoción verdaderamente celestiales.
San
Pedro sumamente acongojado confidenciaba con la Madre de Jesús, cuyo virginal rostro también demostraba una
enorme fatiga, angustia y desvelo, pese a los intensos y permanentes
cuidados que le prodigaba personalmente el Arcángel San Gabriel, atento a la
más leve señal de desvanecimiento o desmayo. Los Arcángeles Jefes veíanse
desanimados y vencidos. Algunos ángeles deambulaban a su alrededor silenciosos
y abatidos esperando nuevas, pero tal vez también vanas e inútiles
instrucciones. Para colmo comenzó a correr el inquietante y desmoralizante
rumor de que el Arcángel San Miguel, Comandante en Jefe de las Huestes
Celestiales, en una de sus habituales rondas, creyó observar una fugaz sombra de preocupación en el
inescrutable rostro del Padre Eterno.
Se filtró incluso que un pequeño
querubín habría escuchado un ahogado sollozo al pasar cerca de los aposentos de
la Virgen María.
De pronto a las Puertas Celestiales llega un desconocido mensajero que
sobrevolando raudo los ahora tristes y vacíos salones y oscuros aposentos,
ansioso y tartamudeante revela a San Pedro que un desorientado querubín, que
deambulaba extraviado en un lejano y olvidado rincón del Planeta, creía haber
encontrado quizás a la misteriosa y enigmática Virtud perdida.
Rápidamente San Pedro se lanza a la Tierra una vez más,
ilusionado por esta tenue y débil pista que alimentó su moribunda esperanza,
pues ya nada más se podía perder. Guiado por el angelito que muy nervioso y
excitado no podía bien explicar su hallazgo, se dejó arrastrar hasta los
confines mismos de la Tierra.
Allí, desde lo alto, le mostró algo muy lejos, allá abajo. Un cuerpo
envuelto en harapos oculto en un zaguán húmedo y oscuro, yacía inmóvil con la
cabeza cubierta, aparentemente dormido.
Parecía un pordiosero andrajoso y abandonado. Decenas de ángeles y
arcángeles junto a San Pedro se agolparon a su alrededor, mientras éste
intentaba descubrir el rostro oculto.
Decenas
de preguntas se agolpaban en todos los labios, pugnando por brotar loca y
desordenadamente:
¿Quién era este pobre ser que
vivía en forma tan miserable y que se encontraba tan desamparado? ¿Podría ser
la buscada Virtud faltante? ¿Pero cómo podría ser eso posible? ¿Quién
era en verdad este mendigo harapiento,
tal vez enfermo y abandonado?.
Un grito de júbilo y alborozo brotó al instante de todas
las gargantas al retirar San Pedro el ajado velo y observar el hermoso rostro
al descubierto, de dulces y bellísimas facciones, cuya mirada diáfana, tierna y
bondadosa iluminó a todos los presentes.
El grito de alegría y total regocijo lo repitieron al unísono los miles
y miles de angélicos seres que poblaban en ese instante los espacios siderales,
atravesó el Planeta entero y alcanzó los Cielos hasta el mismo trono del Eterno
:
¡¡Era en verdad la desconocida Virtud perdida!! ¡Era la misteriosa
Virtud ausente! ¡Era efectivamente la
Virtud que faltaba, encontrada por fin luego de tanta
angustia, desvelo y desesperación!.
¡¡ Era la Humildad
quien, no considerándose a sí misma una
virtud, no se había atrevido a asistir a la Gran Fiesta !!.
Un hombre de la calle
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